Esa noche, los dos se mueren de sueño.

     —¿Apagas la luz? —pide Nico cuando por fin están dentro de la cama. Miguel lleva un pijama azul: por fin es temporada de pijama. Por fin parece que empieza a hacer frío.

     Los párpados de los chicos caen como pesos muertos. En el acto, el cuarto de Nico desaparece y con una rapidez asombrosa se van instalando en el sueño. De pronto, están vestidos enteramente de blanco, con ropa muy elegante que jamás han visto pero que les queda como un guante. Al principio creen estar en un estudio o en la consulta de un dentista, pues lo que les rodea es solo una claridad cegadora. Están de pie, juntos, sin mirarse pero conscientes de la presencia del otro, y su quietud es la de las estatuas de mármol, con los pies anclados al suelo como si pesasen. Nico sostiene con los brazos extendidos unos harapos y telas blancas. En las manos de Miguel, de pronto, aparece la caracola de algún animal marino. Instintivamente, se la lleva a la boca y empieza a soplar por ella, produciendo un sonido indescriptible, una música que solo los asistentes al sueño podrían conocer.
     Es entonces cuando hace su aparición un tercer personaje. Los chicos, que a menudo sueñan lo mismo y desacostumbrados a la presencia de nadie más en sus vidas compartidas, se sorprenden de ver allí a un muchacho delgado, desconocido, que empieza a cantar por encima de los arpegios que siguen sonando desde dentro de la caracola. Su nombre es Ojitos Tristes , y no hay más que verle la cara para entender por qué. Viste unos pantalones de traje y una camiseta sin mangas, como si se hubiese quedado a medias al tratar de vestirse de gala, y parece, como los chicos, haber llegado transportado desde algún otro lugar. Ojitos Tristes se entretiene ordenando unas cartas del tarot, pero no las maneja como si tratase de leer en ellas el futuro, sino como si jugase con alguien; abiertas en abanico. Todo parece fluir con la tranquilidad de los sueños otoñales, pero entonces el muchacho se corta con el filo de una de las cartas, sobresaltándose y tirándolas al suelo. De la palma de su mano empieza a brotar un hilo de sangre roja y brillante, que él examina y lame para tratar de cauterizar.

     Es entonces cuando Nico y Miguel, que observan atónitos la escena, se dan cuenta de que no están en ningún estudio sino en medio de un bosque. Detrás de ellos, entre dos árboles, hay tendida una sábana blanca contra la que se proyectan las sombras de las ramas. “Todo va cambiando sin que nos demos cuenta”, piensan. Es curioso que nadie se haya acostumbrado aún a la lógica de los sueños.
     Ojitos Tristes trata de contener como puede la hemorragia, pero es incapaz. La sangre sigue brotando del corte limpio, cayendo por su antebrazo sin que él pueda hacer nada. El joven mira a su alrededor en busca de algo con que ayudarse, y termina por arrebatarle a Nico uno de los harapos, que envuelve como una venda alrededor de su mano mientras emprende la marcha hacia el interior del bosque, en dirección a las montañas.

     Nico y Miguel permanecen en el claro junto a la sábana blanca, pero de algún modo el sueño continúa sin ellos, como si se hubiese topado con una interferencia radiofónica. Ojitos Tristes camina durante ¿horas? (¿días?), y a su paso el paisaje se va transformando, emblanqueciendo. A su paso, los árboles quedan sepultados por el hielo y la nieve, y los chicos, que siguen presenciando la escena, saben hacia dónde se está encaminando. La travesía termina por llegar al pie de las montañas nevadas. Para entonces, la venda que envuelve la herida está ya empapada de la sangre que no ha cesado de brotar a pesar de los esfuerzos del chico, ni del frío cicatrizante. Desde lejos, la visión es la de un diminuto punto rojo que contrasta vivamente contra el resplandor blanquecino del terreno.

     En mitad del camino, enterrado en la nieve, el muchacho ve un libro de aspecto antiguo, de contenido profético. Al abrirlo para conocer su secreto, descubre que la mayoría de los párrafos han sido tachados con tinta negra. ¿Qué diablos? La presencia del libro es extraña tanto por la propia naturaleza del objeto como por las circunstancias que lo habrán depositado allí. Probablemente su dueño ignoraba que uno no debería aventurarse en estas montañas sin experiencia. Ojitos Tristes lo recoge como si se tratase de un cachorro abandonado, y se lo lleva consigo para examinarlo en el futuro.

     Los días y las noches pasan sin que nadie se dé cuenta. El viento glacial golpea en la cara al joven, que arrastra cansado la venda de cuyo color original solo queda algún hilo. El reguero rojo que va dejando a su paso consiste ya en cientos de kilómetros de sangre, que dibujan su viaje por encima del suelo. Finalmente, ya agotado y somnoliento, llega a la puerta de una gigantesca mansión que parece encajada en la roca, como si naciese directamente de la montaña. El enorme portalón no ofrece resistencia a su empuje (¿quién necesitaría un pestillo para una casa tan inalcanzable?), como tampoco ni una sola de las puertas que en sucesivos pasillos le hacen pasar de habitación en habitación. Ojitos Tristes apenas tiene fuerzas para preguntarse quién vivirá en semejante edificio, ni quién se habrá encargado de cubrir con sábanas y papeles marrones los miles de espejos que hay en cada estancia.

     A punto de desfallecer, el joven alcanza un pequeño cuarto en el piso más alto. El suelo es de madera de roble, y a parte de una pila de libros cerca de la enorme chimenea, nada más lo cubre. Ningún mueble, ninguna imagen. Sobre la repisa de la chimenea se consume una ristra de velas. “Eso significa”, es capaz de decirse Ojitos Tristes antes de caer rendido, “que alguien vive aquí”. Según se desploma, y antes de que pueda golpearse el rostro contra el parquet, sus pies y todo su cuerpo se eleva del suelo y el desmayo se transforma en una horizontalidad antigravitacional: el chico se aposenta cómodamente en un colchón de aire a la altura del gran espejo velado que preside la pared de la chimenea. La venda sigue goteando sangre, pero el chico la abraza como si se tratase de un peluche. Debajo de su cuerpo dormido, continúa formándose un charco de sangre como solo puede ocurrir en un sueño.

     Nico y Miguel lo observan sin tener muy claro desde dónde. Asombrados por la placidez del durmiente, abandonan la escena y lentamente van inaugurando la siguiente historia.