En la película que echan por la tele, un hombre trata de atravesar de un
lado a otro una piscina vacía sin que se le apague una pequeña vela. La
empresa es casi imposible, porque del suelo emana una especie de
neblina y hasta la más ligera brisa hace tintinear la llama. Cada vez que se
apaga, el hombre vuelve al punto de partida y empieza de nuevo la
hazaña. Miguel, tirado en el sofá, piensa “Un día voy a probar eso, es
imposible que sea tan complicado.” Después de este pensamiento, apaga
la televisión y se pone a leer.
     Los termómetros marcan cuarenta grados a la sombra. Es uno de los
veranos más calurosos que se recuerdan en El Lugar. Desde luego, ni
Nico ni Miguel recuerdan uno como este. En días así, los chicos suelen ir
a la piscina. Para ello, Miguel tiene que embadurnarse en tres litros de crema solar, porque es muy blanco y su piel al acalorarse toma el aspecto de la de
un crustáceo. Es Nico quien se la suele dar, vaciando de golpe el bote en su espalda y untándola como un alioli. Después, tienen que esperar a que la piel lo absorba, la piel que guarda todo lo que sobre ella se deposite y sea lo suficientemente pequeño, como una alfombra: una alfombra de epitelio. Cuando no lo ha absorbido todo y Miguel se mete en el agua, a su alrededor se despliega una mancha transparente, una película de crema que mancha la piscina, y Nico le dice “Ya te vale, ensuciando la piscina por no tener paciencia”.
     —¿Qué agua crees que estará más fría, Miguel? —pregunta Nico, que
estos días no para de sudar desde que se levanta hasta que se acuesta, y
con lo único con lo que es capaz de fantasear es con cosas frías como
helados o glaciares—. ¿La del río o la de La Fuente?
—¡Qué tontería de pregunta! Obviamente la del río, Nico —responde
Miguel.
—Ya, tienes razón… Es que el calor no me está dejando pensar nada
bien hoy.
     Nico y Miguel van siempre a la caza de la mejor piscina, que lleva ya
tres veranos siendo la que está junto al río, al oeste de El Lugar. Pero hoy
hace demasiado calor como para moverse del sofá, demasiado como
para pensar en echarse crema y esperar a que la alfombra epitelial la
absorba. En el salón de Casa de Nico hay un ventilador con cinco
velocidades que a la velocidad 3 ya da bastante fresquito. Él está sentado
en el suelo, con la espalda apoyada en el sofá, donde Miguel sigue
acostado leyendo su libro. Nico le ha visto un par de veces con él entre
manos, y cada vez que se fija el número de páginas leídas parece
decrecer. Es un ejemplar antiguo encuadernado en piel roja con detalles
dorados. Da la impresión de que al abrirlo uno va a conocer algún secreto
igualmente antiguo y sagrado, pero a juzgar por cómo se abanica con él,
Miguel no parece conocerlo aún. “El verano no es para leer”, piensa Nico,
que prefiere pintar un cómic y pinchar unas canciones en su casetera.