Es temprano por la mañana, y a los chicos les gusta aprovechar los días. A Nico le ha costado más despertarse, pero Miguel, con la disciplina que le es propia, se ha levantado y preparado el desayuno en silencio, como un monje. Su casa es, como él, sobria y ordenada: los platos se friegan después de las comidas, se pasa el polvo de manera puntual. Hay una forma correcta de hacer las cosas, y esta excluye las incorrectas. Como el agua del té hierve a cien grados. Como un sábado antes del mediodía se hace la colada.
    —Hay que poner un par de lavadoras —le dice a Nico, que sigue despegándose las legañas con el empeño de quien limpia un objeto valioso. Lo hace con delicadeza, como si tuviera la creencia de que en ellas se ha sedimentado lo soñado durante la noche y quisiera conservarlas para su estudio posterior. “Hoy hace buen tiempo. Eso significa que subiremos a tender a la azotea”, piensa, y se alegra porque ese es un lugar especial, uno de sus favoritos dentro de El Lugar.
Pero antes de tender hay que lavar, y para lavar hay que separar por colores. Primero, la máquina engulle toda la ropa de color, que a ojos del observador externo se convierte en una masa húmeda y correosa, parecida a unas

entrañas. Cuando el ciclo termina, Miguel sube a tender y Nico repite el proceso con la ropa blanca. A él en casa nunca se le queda la ropa tan blanca como a Miguel, y se muere de rabia.
    En la azotea hay un tendal con diez filas de cuerdas. Podría ser un cuadrilátero de lucha libre, o una partitura, o las órbitas del dibujo de un sistema solar. Los calzoncillos, calcetines, camisetas, pantalones y otras prendas cuelgan desmayados ya secos, pidiendo a gritos que alguien los destienda, doble y planche con mimo. La ropa de Miguel tiene muchos colores y formas, pero todo huele al mismo suavizante, y es por ello que se le puede reconocer. Si tú lavases tu ropa en casa de Miguel, sería difícil saber con exactitud a quién pertenece cada prenda, porque el suyo es un armario heterogéneo cuyo hilo conductor es exclusivamente ese: el olor.
    —Oye, ¿quién es el que canta? —pregunta Nico. De alguna azotea cercana llega una música quejumbrosa. Miguel le dice que se trata del vecino del último piso, un muchacho llamado Ojitos Tristes, que en el trato personal es muy correcto y agradable, pero que cuando canta es siempre es así de lastimero.     —Al principio, cuando venía a la azotea y le oía, empatizaba más con él… Pero ahora, después de tanta canción triste ya me cansa…
Pasados unos momentos, Nico recuerda algo importante:
    —Oye Miguel, he contactado por una web de trastos de segunda mano con un vendedor de espejos. Hemos quedado esta noche.
    —¿Esta noche? ¿Por qué de noche?
    —Porque él no puede en otro momento. Verás, es que es el vampiro que vive en las montañas nevadas. Me ha contado que se está deshaciendo de todos los espejos que hay en la mansión, porque no le sirven para nada, los tiene todos tapados con sábanas y papeles. Tirados por los pasillos, colgados del revés…
    Los espejos son un bien que intriga a los humanos. Los hay a quienes aterran y a quienes obsesionan, y eso lo sabe el vampiro, que además quiere ganar un poco de dinero. A Nico no solo los espejos sino también los vampiros le aterran y obsesionan, y es por ello que se han dado cita para la transacción en un punto específico de la carretera oscura. A Miguel no le hace mucha gracia la idea de que Nico quede de noche con un vampiro.
    —¿Y no será peligroso?
    —Qué va. Somos amigos.
    —No sé, Nico… Te voy a buscar con el coche luego, ¿vale? Me da miedo que estés solo por allí.
    —Como veas, Miguel. No va a pasar nada.